Llueve a cántaros y se oye repiquetear la lluvia contra las ventanas del techo de este ático.
Mi santa madre, a sus 78 años, un día más, desde los 24 en los que se casó, está preparando la comida y va haciendo las cosas con calma. La observo y me gustaría ayudarla más de lo que se deja.
Ahora el silencio no suena amenazante como hace una hora, quizá porque ya huele a cocido.
Llega ahora mi padre. Mi madre saluda con dulzura entrañable, dan ganas de darle un abrazo, esa madre, siempre dispuesta, siempre contenta de ver a su familia bien.
Cuántas personas así alrededor veo diariamente o me comunico con ellas por otras vías que las presenciales; son las que compensan malos tragos, contrastando con todo lo malo que nos presenta la televisión, que no habla de esto y es lo que más calor da a la vida.
El afecto cotidiano y los buenos deseos de tantas personas que conozco, las sonrisas cariñosas y serenas, son de los mejores alimentos del espíritu. Qué poco nos abrazamos y cuanto deberíamos hacerlo desde nuestras islas particulares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario