jueves, 8 de diciembre de 2016

Y TÚ DE QUÉ TE RÍES.




Ander, compañero de clase de COU letras en el Instituto, me decía bastantes años después de aquel curso, que tenía que escribir sobre las cosas que me habían pasado debido a las aventuras que corrí, gracias (?) a mi salud. En aquella época no tenía ninguna gana de hacerlo.
Lo que sí me apetece hacer ahora es recordar lo bien que lo pasábamos por medio de nuestras bromas constantes; algunas veces llegábamos a reírnos a carcajadas simplemente observando lo que se nos presentaba ante nuestros ojos. Ander y yo fuimos testigos de una de las cosas más graciosas que yo haya presenciado nunca, y que durante años tantas veces recordamos; algo que no puede olvidarse. Bueno, me doy cuenta de lo peligroso que resulta decir que algo va a ser gracioso antes de contarlo.

Es igual que en los chistes. Un chiste prefabricado y fuera del contexto de una conversación espontánea es para mí una de las cosas más antinaturales que existen. Precisamente porque la risa sincera no se puede programar, por eso nos hace sentir tan libres en el momento más inesperado. Alguien dice, voy a contar un chiste. Bien, ya ha creado una pequeña tensión entre él y sus oyentes, y entre los propios oyentes, que deberán medir su propia reacción; el contador siente que debe contar bien el chiste y que debe hacer reír; más tensión; tensión enemiga de toda la espontaneidad humorística que puede darse, por ejemplo, en medio de una conversación en donde nadie se espera que alguien diga alguna payasada, y ese alguien, va, y pum, la suelta, ahí va, a bote pronto y porque sí; entonces la gente, que no estaba predispuesta a escuchar la gansada, ni “obligada”, como en los chistes, a reírse o a decir “qué malo” o el socorrido“¿Hay que reírse?” (que muchas veces no son más que formas de responder a la tensión creada) puede llegar a reírse sorprendida y con muchas ganas, si la broma no es del todo mala.

En mi opinión, poca gente se ríe muy sinceramente tras un chiste (no me refiero a los monólogos humorísticos), y esto si que es un parecer muy arbitrario porque nunca podría demostrarlo. Parece como si la gente riera mucho menos espontáneamente, que en la inesperada y sana carcajada ante algo absurdo. La risa se puede fingir, pero se nota el fingimiento muchas veces. Por eso me han gustado siempre Faemino y Cansado, porque el chiste son ellos, su manera de contar las cosas. No lo que cuentan, sino cómo.

Yo contaba muchos chistes de pequeño. Lo peor es que las primeras veces hice gracia en mi inocencia y en mi espontaneidad, fuera de toda obligación; a partir de la gracia que hizo el niño, aquello se convirtió en una pesadilla para “el niño protagonista” (todavía recuerdo el maldito chiste que creó tanta expectación) un niño imitando a dos mexicanos que...mejor no seguir.

A ver, majisimo, cuéntale a los tíos ese chiste, ya veréis qué gracia tiene, es un primor, cuenta, sí cuenta, pero levántate, ala, que nos vamos a reír todos un poco, venga. Al niño ya se le han quitado todas las ganas de contar nada, pero tiene que contar el impuesto chiste (tiene que ser lo buen niño que se le supone que es) y tiene la responsabilidad (siendo un inocente crío) de hacer reír.

Y el niño nota, vaya si lo nota, cuando se ríen de cumplido y de condescendencia, el niño se da cuenta de que se finge. El niño ya no siente que el chiste salga espontáneamente de sí mismo, sino que se convierte en un tenso lorito que reproduce las palabras, y está nervioso por si no consigue hacer reír, que parece ser su obligación absoluta. Y el niño, tras pocos años, no contó chistes nunca más (miento; volvió a contarlos en 2014 y en 2015, sin embargo; quizá algún otro antes también). 

 Pero durante muchos años, le cortaron la espontaneidad en ese terreno. De esa experiencia, cualquier estudiante de psicología absorbido por teorías psicoanalíticas, o incluso cualquier reputado psicólogo, incluso alguien que no haya estudiado psicología, puede sacar la sesuda conclusión de que mi teoría sobre el carácter prefabricado y artificial de los chistes no responde a otra cosa que a una reacción ante esa experiencia “traumática” de mi niñez que yo no terminé de superar del todo. Lamento tener que decir que pienso que eso podría estar bastante cerca de ser cierto.

Así que, dónde íbamos. Ah sí, despierta, despierta lector, hazme un poco de caso; ya he dicho que es gracioso lo que vivimos Ander y yo y eso ya no se puede arreglar. Prepárate para analizarlo pronto, no vaya a ser que se vea que no has entendido el chiste real, ponte tenso y decide tu reacción, pues ya no hay vuelta atrás. “Saben aquel que…” no, en serio, quiero decir, en broma:

Ander, otros dos colegas del instituto y yo, estábamos en un bar al que acudíamos siempre en los recreos. Un bar pequeñísimo. Uno de los ilustres colegas de nombre algo aparatoso, de voz aguda y a veces chillona, me estaba hablando. Por continuar con la rutinaria conversación le hice un comentario habitual por aquellos tiempos “Oye, tú, a ver si nos afeitamos ¿eh?” Comentarios para salir del paso, prestados, socorridos y sin más. Él, sin embargo, le dio mucha importancia a mi frase, pero no por sentirse negativamente aludido; más bien parecía halagado por tan sosa expresión y entonces comenzó a decir con su peculiar voz (a un potentísimo volumen, debido al cual se le escuchaba en todo el bar) lo siguiente:

Es verdad oyes, eso me dicen en casa mi familia, me dicen, tú, oye, me dicen siempre —en ese preciso instante, y todo fue cuestión de unos dos o tres segundos, atravesaba la puerta entrando al pequeñísimo bar un policía municipal con una barba de unos cuatro o cincos días,o de cuatro y medio (niño, ya te vale con la tontería) ; el colega de la voz chillona estaba lanzado en su entusiasmo y aunque me hablaba a mí, por azar tenía la mirada fija y dirigida hacia la puerta por donde el poli estaba entrando, probablemente mirando pero sin ver al poli, tan metido como estaba en su comentario; evidentemente, el policía no conocía los comentarios que habían precedido a lo que iba a escuchar a un tipo algo rechoncho que parecía gritarle a él, pues tal tipo rechoncho de estridente voz miraba hacia la puerta, hacia el policía. Lo que el policía, en conclusión, creyó que le gritaban al entrar fue-:¡¡¡Pero aféitate puto guarro, aféitate, serás guarro, aféitateee!!!”.

 La cara de desconcierto del municipal fue algo que no nos dejó indiferentes precisamente. A mí me tuvieron que sacar del bar pues me dio un ataque de risa nada oportuno, cuando los demás intentaban disimular y el poli empezaba a mirarnos con cara de pocos amigos. Consiguieron sacarme del bar sin mayores consecuencias y no nos pasó nada. Y ahí acaba el supuestamente jocoso hecho, basado en hechos más reales que la propia realidad.




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