viernes, 3 de marzo de 2017

ANTOLOGÍA DEL DESPISTE (II)

         La porción de musgo artificial, que Ainitze había colocado en la pared (también como símbolo navideño) en el siglo y milenio anterior, nada menos, seguía en ese mismo sitio a finales de Septiembre de aquel mítico año 2001. En esa época, una chica muy seria, que iba ser una nueva compañera de piso (David y Aitor ya se habían ido en Julio a sus respectivos nuevos destinos), al ver  por primera vez nuestra vivienda y mientras miraba fijamente un poco escandalizada en dirección a la porción del musgo artificial de la pared, me soltó: “La verdad es que en navidad no estamos”. Me contuve de decir que sólo quedaban tres meses para dicho evento y que, haciendo una especie de enlace entre la navidad anterior y la que estaba por llegar, podíamos mantener el musgo artificial  allí donde estaba, hasta el no muy lejano 24 de Diciembre (para evitarnos el pequeño engorro de quitarlo y volverlo a poner), y entonces el dichoso elemento  (me niego a nombrarlo otra vez) cumpliría perfectamente su función, pero como no quería que me tomara por un majara nada más entrar, me callé. De todas maneras, y ya sólo por los problemas que me ha dado en este párrafo, me tomo la licencia absolutamente libertina de decir que odio EL MUSGO, ya sea real o artificial, desde este mismo momento, con todas mis fuerzas, que no le veo ningún sentido navideño y que me provoca una sensación de  lo absurdo tan grande, que si sobreviví a él creo que fue porque nunca reparaba en el hecho de que vivía con su compañía cotidiana; mi cabeza solía estar ocupada en otras cosas, muchas veces seguro que totalmente inútiles, como para solucionar nada práctico. Pero ahora mismo no se me ocurre nada más inútil,  y hasta estúpido que una porción de lo reiteradamente nombrado,  pegado a la pared de una casa.

El arroz. Yo no sabía cocinar, pero hacía arroz. Un día, mientras estaba comiendo mi preparado de dicho alimento, David lo observó con irónica curiosidad y me dijo: “Oye, perdona, ¿Me dejas probarlo?” Claro, le dije. Él: “¡Está duro!, ¡¿Pero tú, cuánto tiempo le has dedicado a esto?!” Me llevó a la cocina, echó el arroz en la olla y dijo “Tienes que ver que el agua hierva mucho, que haga plof plof…y entonces bajas el fuego y esperas”. Como éstas, muchas. Se me cayó algo al patio de vecinos y estuvimos haciendo pesca con los arpones para la montaña que tenía David para rescatarlo; y ocurrieron muchos pequeños desastres; por suerte, David se encariño conmigo al ver los desaguisados que se podían llegar a producir debido a mi inocente intervención desastrada en ciertos lances domésticos. Será eso de que Dios los cría…
Con todos mis despistes, les volví un poco locos, pese a lo cual, repito, me tenían cierto cariño, porque algunas risas ya les provocaba y me  pasaban mis errores por alto, o se reían de ellos directamente.

El despiste más devastador, o que produjo consecuencias de ese tipo, se produjo precisamente el último día en que Aitor dormía allí; sería el 29 o 30 de junio. No dejaré escapar que ese mismo día David nos llamó desde Vitoria, donde vivía, diciendo que se había dejado en casa todas las llaves. Bien, lo de las llaves es algo que David y yo en aquella época no teníamos muy controlado. Luego contaré los quebraderos de cabeza que me dieron a mí en Galway, pequeña ciudad de Irlanda.
Pero vamos con lo mío. Yo hacía café, manchando la encimera de polvillo y líquido casi siempre. Es algo que no me enorgullece precisamente, porque un escocés con el que compartí piso, ya me soltó en Irlanda, en Inglés: “Enton (supongo que quería decir Antxon), no sé cómo lo haces, pero hay café por todas partes.” (Él dijo “everywhere” con un tono de exasperación e incomprensión total; lo dijo con todas sus fuerzas); le debía de parecer que eso era difícil de hacer incluso queriendo. Volviendo a ese último día con Aitor: Nuestro hombre de ciencia iba a preparar una cena especial (pato o pavo creo que era; apostaría más por el pavo) pues venía también su novia y  el “incidente” tuvo lugar en la preparación de esa cena. Antes de que Aitor viniera a prepararla, hago café y no llego a tiempo de apagar el fuego sobre el que estaba situada la cafetera,  sin poder evitar por tanto que el café salpicase la punta de un salero enorme que teníamos. Vale, no pasa nada, hay que limpiar de café ese salero. El café había caído en la tapa y supongo que yo me quedé con ella en la mano, después de destapar el dichoso salero para limpiarlo, y al cerrarlo, ay, al cerrarlo, pues no debí de enroscar bien. Por lo tanto aquello no estaba completamente cerrado. Yo, ni idea.


 Salgo a la calle todo feliz y un tiempo después llego despreocupado y silbando por el pasillo. Se oye un grito desde la cocina; es Aitor, que me reconoce por mi característica costumbre de entrar silbando: “Antxon, te voy a matar; te voy a matar Antxon”. Huy, qué habrá pasado pues. Lo que pasó: Aitor estaba cocinando su plato estrella con bastante entusiasmo, cuando llegó el momento de echar la sal (sí, la sal), y se estaba despidiendo  del que iba a ser un nuevo inquilino al día siguiente (el cual resultó ser algo más que ligeramente miserable, por cierto) a la vez que dio la vuelta al salero. El tapón, que tenía unos agujeritos para dosificar la cantidad, se fue abajo y con él una cantidad de sal bestial…Solo podía haber sido yo. Creo que me dijo que se le ocurrió probar un poco con una cucharilla y que casi se ahoga. No sé cómo se arregló la cosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario