jueves, 2 de marzo de 2017

ANTOLOGÍA DEL DESPISTE (I)




 Entré a vivir en el número X (vaya, tú que presumes de memoria, no te acuerdas del piso ni de la puerta; puede que fuera el cuarto piso) de la calle de     Isabel II del barrio de Amara de San Sebastián, el 5 de enero (y esto podría no ser exacto, pero por ahí andaría) de 2001, cuando los presuntamente más sabios decían, que, entonces sí, en aquel año, en concreto, a las doce de la noche del 31 de diciembre de 2000 y no al empezar éste último, había terminado el siglo XX, aduciendo que el año 2000 era el último año de dicho siglo y no el principio del XXI. Como a la gente le importaba un rábano la rigurosidad de los más ortodoxos, todas las celebraciones en este sentido (me pregunto por qué había que “celebrar” un cambio de año, de siglo, incluso de milenio) ya se habían hecho al entrar en el año 2000 y al final de este año no aparecieron todos los eufóricos de las serpentinas y el champagne y del feliz siglo nuevo del año anterior.
     La gente había entrado pues, mucho más moderadamente en el año nuevo aquel. Al contrario que yo, que por primera vez en mi vida, dejaba el piso de mis padres y me aventuraba a vivir en solitario sin mucho dinero en el bolsillo.
Mis geniales compañeros se llamaban David y Aitor; este último me acogió con  cariño, diciéndome sinceramente “esta es tu casa ahora”. Menos mal que hay gente así en el mundo. Poco antes de entrar yo, David, un licenciado en Historia que trabajaba en una radio, y que no era tan despistado como yo, pero con todo, se las traía también en ese terreno, ya había hecho alguna cosa genial en el mundo del despiste… Cuando me la contó él mismo, yo ya le conocía lo suficiente y no me extrañó demasiado, pero no dejó de hacerme su gracia… Resulta que David, que al igual que Aitor tenía una gran afición por las bicis, tenía problemas con el hinchador de las ruedas. Por alguna razón que se me escapa pensó que dentro del congelador, el hinchador podría sufrir algún cambio favorable para corregir el defecto que, por lo visto tenía. Me apresuro a decir aquí que David era y es un tipo muy listo y al que aprecio mucho por cierto (en fin, si es mi amigo, qué voy a decir). Además, podría tener razón en lo del congelador. Pero el caso es que en cuanto hubo introducido el hinchador  en el congelador de la nevera y nada más cerrar la puerta de éste, David se olvidó completamente del tema y siguió viviendo un tanto distraidamente como es su costumbre.

Antes de llegar yo, David y Aitor compartían el piso con una chica llamada Ainitze. Ésta trabajaba en una especie de laboratorio de bioquímica, lugar donde conoció a Aitor. David vivió tres meses en el mismo piso que Ainitze. Lo preciso porque otra peculiaridad del hombre era que le costaba, y le seguirá costando, recordar hasta el nombre de quien tiene delante. Una semana después de la historia que he contado antes, David abrió el congelador y en él se encontró con, UN hinchador. Esto es muy fuerte. Empezó a preguntarse asombrado (me lo imagino a la perfección, con la mano derecha colocada encima de la cabeza como hacía cuando Aitor le escondía el té verde y él era incapaz de encontrarlo), a quién demonios se le habría ocurrido meter aquel artilugio allí.

“Claro, estos tíos de la ciencia, Elixabete  (no dijo Ainitze, por lo menos cuando me lo contó; y vivió con ella tres meses) o Aitor,  igual habrán pensado que el frío y….” Y entonces se acordó. Que me perdone David pero yo lo convertí en uno de mis héroes personales cuando yo llevaba saliendo más de siete años con S., él la conocía y un día me dio recuerdos para “Sonia”. Y S., se sabe, nunca se ha llamado así.
Pero vamos a dejar al fenómeno, que el que más meteduras de pata de ese tipo hizo, o mejor dicho, el que más despistes fuertes tuvo, fui yo. Antes de irse y de que yo le sustituyera, Ainitze había colocado en  la casa, un árbol de navidad, algo parecido a un musgo artificial por las paredes, algunas  guirnaldillas… Qué sé yo; como era navidad pues se hicieron estas cosas propias de estas fechas…
Bien, no es que pasásemos del tema, es que me parece que no le dedicamos ni un minuto a plantearnos (casi a finales de Enero  y cuando la navidad era historia) si el hecho de que el árbol siguiera allí, tenía o no algún sentido. No creo que nos importase, que, aquello, convencionalmente, podía estar fuera de lugar. Sí que nos dimos cuenta de que los tres compartíamos cierto desinterés y despiste por algunas cosas…Pero yo destacaba y mucho…Tanto, tanto,  que un día en el que se me ocurrió decir “Joder, es que, qué despistados somos los tres”, ellos pegaron un rápido bufido mirándome como diciendo, eh, qué aquí hay niveles y tú te sales chaval.           


Y era verdad. El árbol de navidad desapareció un día pero David y yo no nos dimos cuenta del hecho hasta que Aitor me contó que lo había tirado a la basura dos días antes. Se lo conté a David, que al igual que yo no se había enterado del cambio y dijo: “Ah, es verdad”. Cuando le conté esto a Aitor, él exclamó “¡Qué tres, qué tres…!”  

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