martes, 27 de octubre de 2015

escribir, leer, escribir, leer...

Para Jaione, que se tomó la molestia de leerme.

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Tengo 43 años y estoy aprendiendo a leer. Todavía soy un mal lector. Está completamente de sobra decirlo, pero lo quiero decir: aprendí a leer, a modo de mecánica mental y como la mayoría de los niños, en el periodo que engobaría la distancia temporal que hubo entre mis seis y nueve años. Pero yo no leo bien, en el sentido de que no sé hacer lecturas sosegadas y pacientes.

 Podría esgrimir una excusa. La sempiterna enfermedad psíquica. De veinte a veinticinco años mi estado de ánimo más habitual era todo lo contrario a lo que la palabra estable señala. Empecé a leer en serio con 29 años. Debido a que no tenía muy domados los efectos o incluso los orígenes psíquicos de mi enfermedad, que en mi opinión tiene también raíces orgánicas (jo, no me quiteis pastillas, dejadme dos o tres), leía con demasiada pasión; peligroso en mi estado; la pasión hacía, en mi caso, que una gran afición (leer), se convirtiera en necesidad imperativa, compulsiva y por supuesto obsesiva; en fin, que yo leía desde una absurda obligatoriedad (pensaría algo así como que, si no leía, no podría ser feliz; alguna chorrada por el estilo); como consecuencia, leía muy mal, sin orden ni concierto, sin paciencia, de forma que rozaba lo enajenado; iba siempre buscando el libro perfecto para mí; nadie daba la talla. En realidad sí la daban; era yo, que debido a una búsqueda alocada de las grandes sensaciones que algunas primeras lecturas me habían provocado, entraba al fin en un desastroso y casi desquiciado camino en donde nada era lo suficientemente pasable. En realidad, en ese camino de embrollo, la paciencia era tan inexistente que ya en la primera página de cualquier libro, dejaba de leer, pensando que ese (o cualquier) libro no podía satisfacer mi desequilibrada búsqueda. Un día le dije a una psiquiatra que no podía leer; el machaque al que había sometido a mi mente con el tema era tan fuerte que terminaba bloqueado. La psiquiatra dijo que no leyera.

Esgrimiendo de nuevo mis excusas diré que entre los 33 y 42 años pasé épocas de constantes cambios de medicación, miedo a la vida, hundimientos constantes, ingresos y para qué seguir.  Y a mí que me cuente alguien, y de forma sencilla, a ver qué hijo de vecino es capaz de tener lecturas sosegadas y digeridas con paciencia, en nueve años de semejante desbarajuste. Que yo hubiera escrito un libro durante ese periodo, me parece simplemente milagroso.Debo la vida a mi novia, que siempre estuvo conmigo, y a la que nunca podré pagarle todo. Y no pienso repetir que me repito. 

La extraordinaria escritora Rosa Montero, (cuyos ensayos literarios y aquellos que hablan de otros temas (por ejemplo sobre Marie Curie, en “La ridícula idea de no volver a verte”) me parecen escritos con una calidad literaria más que bastante buena)) habla, en el capítulo quince de un libro suyo, sobre la lectura y la escritura. Dice, al comienzo de ese capítulo lo siguiente: “No conozco a ningún novelista que no padezca el vicio desaforado de la lectura”. Siguiendo la linea de una cuestión que planteó en un ensayo la escritora Nuria Amat, cuando Rosa Montero ha planteado a casi todos los autores que se ha encontrado por el mundo la cuestión de que, si por alguna circunstancia que no viene al caso, tuvieran que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamas, cuál sería la opcion que escogerían, se encontró con lo siguiente: 

Resulta que por lo menos el noventa por ciento escogen (entre ellos, ella misma) seguir leyendo. Dice que el dilema es un buen revelador del alma humana, porque tiene la sensación de que muchos de “aquellos escritores que dicen preferir la escritura son gentes que cultivan más su propio personaje que la verdad”.

Cáspita; ¿¡Han dado conmigo!? Pues depende, porque aunque tengo que reconocer que soy poseedor de una vanidad gigantesca (por mucho que intente disimularlo con la gente y en mis escritos), tengo la certeza  de que no estoy dentro del grupo de novelistas (porque novelista no soy); pero al grano: tengo muchas reticencias a la hora de verme  dentro del grupo de los autores o escritores en general. ¿Estoy jugando a algo? En absoluto. A la vez que pienso que soy vanidoso porque me gustaría que todo el mundo me alabara y me elogiara y me dijera siempre lo guay que soy o lo bien que escribo (algunas personas me han dicho esto último, por cierto) no me considero (y no sé en realidad por qué) un escritor. Sí, he escrito dos libros. Como sólo el primero pudo editarse y el segundo ni lo he mandado a ninguna editorial y lo tengo repartido por este blog, da la falsa impresión de que sólo el primero cuenta, porque, debido a una carambola en forma de regalo de una cuadrilla, se editó. No así el segundo. Pero también es un libro, aunque sin editar.

No pretendo ser escritor de forma absoluta. No lo soy. Me gusta escribir. Y sí, se me hace mucho más fácil escribir que leer, y disfruto mucho más escribiendo; otra excusa; mis ocho pastillas diarias enlentecen la capacidad de lectura. No entiendo por qué no lo hacen con la escritura. Lo que escribo, en todas las variantes de mi contradictorio “yo”, soy, y por favor, no me perdonéis esta redundancia, “Yo”. ¿Pero qué es lo que me hace desnudarme psicologicamente, por medio de un mono-tema que puede terminar siendo cansino? ¿Será el hecho de querer que la gente me quiera? García Márquez decía que él escribía para que le quisieran; en mi caso eso es cierto y no es cierto. Por  mucha gente que te lea, yo dudaría mucho de ese tipo de amor, o de querer, o de cariño. Eso que llaman reconocimiento, me parece una trampa muy  peligrosa.


A fin de cuentas ¿A  dónde me conduce esta especie de artículo? A ningún sitio y a todos. Porque de todos modos pienso que es difícil cultivar la verdad abandonando el personaje que todos tenemos dentro, y también si abandonásemos el personaje social, que, está claro, representamos ante personas que conocemos y nos conocen y no somos enteramente nosotros.
Y la única verdad que conozco es que al no tener capacidad de fabulación, sólo puedo hablar de lo que tengo más cerca, o sea, mi persona (me suena que esto lo dijo Unamuno o algún otro) Pero bueno, aquí cada uno hace lo que puede con sus aficiones, hasta que nadie quiera verte ni en lecturas.

Una última cosa: que nadie deje de leer la obra cumbre de Rosa Montero: “La ridícula idea de no volver a verte”.

YO











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