sábado, 13 de febrero de 2016

MEMORIA DE UN PROFESOR (PARTE 1)

AGUSTIN HIERRO


Si la infancia es el periodo que abarca el tiempo que hay entre poco después del nacimiento, hasta, digamos, los doce años, donde a los trece empezaría la adolescencia, yo puedo decir que tuve una infancia muy feliz. La verdad es que hasta lo que se llamaba cuarto de básica yo iba a una Ikastola donde estaba bastante integrado; el aprendizaje de leer, sumar y todo lo demás no era nada más que un juego en el que la presión no asomaba por ningún lado y fui muy feliz. Además estaba el fútbol, el eterno fútbol, horas y horas tras las clases ante una portería chutando y jugando partidos, uno tras otro, disfrutando como los enanos que éramos.

Y los partidos en la playa de la Concha, con equipos oficiales de benjamines y alevines y la Real en Atocha, con todos aquellos postes debido a los cuales, había veces en las que no veíamos bien ni al mismísimo Arconada (mítico guardameta de la Real Sociedad); los cromos de futbolistas, las canicas, y un montón de cosas más. La adolescencia fue un periodo de lo más desagradable del que no tengo ninguna gana de hablar aquí. Aunque puede que lo haga alguna vez con tono irónico y si hace falta sarcástico para ajustar cuentas con ese periodo de mi vida.

Cuando iba a pasar a quinto de básica mi madre decidió que yo debía de estudiar en un colegio en castellano porque se decía que en las Ikastolas no se enseñaba lo suficientemente bien, algo que es absolutamente falso. Y sobre todo porque en la Ikastola no se impartía una materia que a mi madre le interesaba mucho que yo asimilara, la Religión Católica. A mí, la religión, como materia, no me ha enriquecido mucho precisamente. Me ha provocado, por el contrario, sentimientos muy encontrados. Aunque soy creyente (creo que quedamos dos o tres creyentes), pasé ciertas épocas creyendo que no creía en nada. No entiendo mi creencia, pero creo que creo.

La verdad es que en principio, aquel cambio de colegio me dolió mucho, pero a ver quién se oponía a la decisión de la madre a esas edades. Además yo era un buen niño que obedecía.

Para colmo, me mandaron a un centro que se encontraba a unos metros de la ikastola donde yo estudié y , cuando yo todavía iba a ésta, ese centro estaba lleno de macarras que daban un miedo impresionante. Ese colegio, se unió al Colegio “Manuel de Larramendi”, o mejor dicho, este último lo absorbió. “Manuel de Larramendi” era un colegio “católico” en sus principios, como lo fue “San Sebastián Mártir” (el colegio absorbido), y anteriormente a ese año, sus cursos empezaban en quinto de básica, en una no muy pequeña ubicación de lo que era, y sigue siendo, el Seminario de San Sebastián.

Justo en el año en el que yo entré a estudiar quinto de básica, se decidió que en la antigua edificación de “San Sebastián Mártir” comenzaran a impartirse los cursos correspondientes desde lo que entonces se llamaba parvulario hasta Octavo de básica (hoy equivalente a segundo de ESO) y lo que entonces eran Bup y Cou se estudiaban ya en las instalaciones del Seminario, situado algo más arriba de las edificaciones a las que he hecho referencia.

Llegó el primer día del curso del antes llamado quinto de básica. Nuestro profesor, se llamaba Agustín Hierro y había sido director del antiguo colegio San Sebastián Mártir.

Agustín Hierro, que nos dijo, en el año 1982, nada menos que, para dirigirnos a él, le podíamos llamar Agustín, o don Agustín y que nos hacía rezar el padre nuestro a la entrada y a la salida de las clases; que nos dijo que cuando viniera una persona adulta a la clase, nos teníamos que levantar todos a la vez, en señal de respeto. Bueno, a los diez años no teníamos mucho criterio para opinar sobre algo así.

Agustín Hierro daba bastante miedo al principio; le rompió la regla en la cabeza a un alumno al principio del curso. “¡Mal empezamos López!” le dijo, y puedo asegurar que ese alumno sí que se apellidaba López. Agustín Hierro exigía mucho silencio en sus clases. Yo iba muy a disgusto al colegio en los primeros tiempos. Le tenía manía al tal Hierro.

Agustín era considerado por los profesores más jóvenes como alguien de la vieja escuela. ¿Sería muy de derechas? ¿Habría tenido algún tipo de simpatía hacia el Franquismo (movimiento que no puedo ver ni en pintura, a pesar de no haberlo conocido personalmente; tenía tres años cuando Franco murió)?

Pues sinceramente, en estos momentos en el que lo recuerdo, eso me importa un rábano. Porque pasadas unas semanas o meses (no puedo ser preciso ahí; estamos hablando de hace más de treinta años) yo llegué a sentir mucha simpatía por ese hombre.

¿A qué se debió un cambio tan radical? No sé con demasiada exactitud qué es un maestro de la vieja escuela, pero el comportamiento de este hombre con nosotros no fue, ni de lejos, el correspondiente al de “la letra con sangre entra”. O al de algunos ogros que he visto en películas por televisión que representaban quizá a “maestros de la vieja escuela”. Los del “porque lo digo yo y tú te callas, impertinente.” Y es que Agustín Hierro no era así ni de lejos.

Nosotros, cuando empezamos a recibir sus clases, sólo llevábamos 10 años en esta vida y éramos esencia inocente con ilusión de aprender, aunque no fuéramos conscientes de ello entonces.

Y pasados los primeros tiempos del miedo, resulta que don Agustín se quedó con nosotros, con nuestro aprecio (sí, claro, muchos lo negarían hoy en día, pero no pudo pasar lo que pasó si eso no fuera cierto).

Puede parecer tremendamente sorprendente que un profesor que en el año 1982 nos pedía que hiciéramos cosas tan anacrónicas como las que han sido mencionadas más arriba, terminara quedándose con nuestro afecto desde antes de la navidad hasta el final de curso, incluido el insólito último día. Pero es que nosotros éramos unos críos de 10-11 años y el hecho de que no nos lavó el cerebro ni nos manipuló en ningún momento, lo confirma el dato de que yo, más de 30 años después, considere que Agustín Hierro fue y ha sido el mejor profesor que he tenido nunca. Y también otra cosa; nosotros tendríamos sólo 10 años, pero teníamos algún que otro profesor añadido a Agustín Hierro, para una asignatura que él no nos impartía; y a ese profesor no le teníamos ninguna clase de simpatía, más bien al contrario… Así que, que pase, Agustín Hierro Mulas, con todos los honores:

Ese señor alto, calvo y con gafas se convirtió en una especie de mago de la enseñanza con la que muchos disfrutábamos (por mucho que ahora lo negarían muchos, repito).

Era un auténtico placer escucharle y perderse en sus divagaciones; hablaba a corazón abierto, y aunque tuviéramos diez años, se le entendía; bajaba su nivel de intelectualidad al nuestro sin dejarse llevar, sin caer a pesar de ello en la apatía; al contrario, su comunicación era muy intensa y entusiasta, se le veía disfrutar con las materias que conseguía comunicarnos (las materias y el entusiasmo que pueden provocar éstas, tratadas con amor al conocimiento(¿amor al conocimiento? ¿De que lugar me salen a mí esas expresiones rancias y académicas? Se lo tendré que preguntar al médico de cabecera)), interactuaba mucho con nosotros y se sentía satisfecho al vernos aprender con ilusión.

Él amaba la enseñanza, el aprendizaje sano y sin coerciones y terminó queriéndonos, porque, quién sabe por qué circunstancias, terminamos respondiendole muy bien; sólo él transmitía esa pasión por las materias de estudio, de forma a veces seria, otras de forma desenfadada y divertida, sin controles amenazantes. Nos hacía participar y participes a todos de lo que ocurría en aquella clase. Pasábamos de lengua a literatura y de ésta a matemáticas, sin estrecheces, ni corsés horarios que obligaran a hacer cada materia a cada X tiempo.

      Y esto continuará dentro de un par de días, donde se comprobará que no todo el monte es orégano. Bienvenidos a todos los que hayan llegado hasta este párrafo, y muy sinceramente, gracias por tú atención lector, si es que tú solo has hecho el esfuerzo de leerme de principio a fin y por propia voluntad y libertad de elección...Nos vemos en dos días; con Agustín. Y con una sorpresa final, más agria que dulce (la que me llevé yo al documentarme sobre el pasado de Agustín Hierro, sin haber buscado documentarme sobre él. Me lo contaron)…

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