miércoles, 16 de diciembre de 2015

TODAVIA QUEDA GENTE COMO EL

AVISO PRACTICO Y ANTI-LITERARIO: SUELO IDEALIZAR A ESTE TIPO DE PERSONAS.

SALVA



Volviendo al mono-tema.  

Cuando ingresé en el sanatorio de Usúrbil, en Enero de 2013, por causas que mejor no repetir, tuve la suerte de ser atendido por una gran psiquiatra, de la que quizá hable algún día; en realidad, debo matizar que, todavía no era una gran psiquiatra, pero eso era  porque llevaba sólo dos años ejerciendo. Porque era una persona fuera de lo común, en cuanto a inteligencia, empatía y sensibilidad... Un diamante en bruto que hará mucho bien, pues su trato con el paciente rompía esquemas de atención muy  anticuados.

    Pero lo que quiero recordar ahora, es, que tuve la suerte de tratar casi desde el principio con Salva. Ya en los primeros días, fue un hombre que me llamó la atención. Él se sentaba delante de una mesa redonda, al fondo de la biblioteca y atraía a cierta gente a su alrededor. Era un hombre menudo, de rostro agraciado, facciones suaves y al mismo tiempo curtidas, y en su persona, bajo lo que parecía seriedad, uno se topaba con mucha humanidad.

   Nos juntábamos todos los que queríamos alrededor suyo, y aunque él tenía predilección por una buena chica de Zumaia y por un hombre de Azpeitia, admitía a todos y para todos tenía el mismo trato amable; una palabra de ánimo, un intento de apoyo, una poesía de Benedetti (“No te rindas”), alguna sonrisa precisa en algún momento dramático. Siempre sin resultar empalagoso, era oportuno. Alrededor de él se formaban tertulias y era muy moderado, pero siempre intentaba poner un ambiente positivo en la mesa. Trataba de mantenerse integro. Además era muy inteligente y una conversación con él podía ser o de tono intelectual, o de modo desenfadado, anecdótico y hasta entretenido: le gustaba plantearnos juegos de tipo matemático o pequeños acertijos que había que resolver con picardía e ingenio; cosas de las que yo, cuando estuve con él, dado mi pésimo estado, (por razones X), carecía completamente. Cuando se iba a marchar, una auxiliar dijo de él, “Bueno, Salva es uno más ¿eh?”. Vale, probablemente para ella lo era, para algunos de nosotros no era “uno más”. Era algo más que eso. Que lo sepa la auxiliar. Que lo sepa.

Más que nada porque hizo, de forma sutil, bastante bien a su alrededor.

Salva solía decir que de todas las personas se podía aprender algo, cosa que comparto plenamente… Por las mañanas solía estar sentado siempre en el mismo lugar, delante de la mesa redonda de la biblioteca, como si viviera allí, escribiendo en un cuaderno. Me dijo que eran reflexiones, cosas que había leído en un momento en una revista, una conversación que acababa de tener con alguien. Y hasta conmigo mismo. Sacaba también mucho provecho de todo lo que la situación le ofrecía. Las sesiones de jardín, la pala en el frontón. Los paseos al aire libre alrededor del monte. Él casi nunca bajaba al bar, prefería caminar y no estar quieto.

En las tertulias, parecía que si no estaba él, faltaba algo esencial. Faltaba el caballero. De hecho, cuando se fue, dejó de haber tertulias.

Yo estaba mal y él lo notaba. Era evidente, ¡como para no notarlo! Si veía que estaba con mucha ansiedad sólo por pensar que al día siguiente tenía que empezar a hacer actividades en la huerta, me tranquilizaba diciéndome, no hombre, eso es sencillísimo. Ya verás, no te apures. Al día siguiente me preguntaba cómo me había ido. Y le respondía que me las arreglé. “Ves, y ayer con una ansiedad y una preocupación enorme.”

Un último detalle sobre Salva. Un jueves en el que yo no aguantaba mi malestar y después de hablar con María Rodríguez  en su despacho ( pues era mi psiquiatra) me volví a dirigir a ella algo más tarde cuando estaba sentada en un banco del césped (o jardín sin flores) atendiendo a otro paciente; me dirigí a ella de forma desesperada. Se puso tremendamente seria y me dijo, severa: “Antxon, estoy hablando con Iñaki.” No sé por qué razón, intuí que había posibilidades de que me quedara sin salir por la tarde. Efectivamente. Le dije a una auxiliar que no sabía si podría salir a la calle por la tarde. La auxiliar, que era muy amable, llamó a mi psiquiatra, y ésta dijo que, “en coherencia con lo que había pasado, no era conveniente que yo saliera.” Gigante y sublime  homenaje al eufemismo, para evitar decir la palabra castigo. Ella era así.

Al día siguiente, viernes, me levanté tan derrotado que adopté (o me decidí a tomar) una actitud de tirar absoluta y totalmente la toalla; Salva, que en aquellos días era mi compañero de habitación, se alarmó un poco. Sobre todo cuando le dije que no iba a ir a la huerta y que no iba a luchar. Que luchase su padre. Durante el desayuno Salva me pidió el número de mi móvil. Y para qué, dije yo. Tú dámelo. Se lo dije y no apuntó nada. Se lo habría aprendido de memoria, menudo elemento. Me quedé toda la mañana en uno de los sofás, de los muchos que había delante del televisor, en una sala “dedicada”, parece ser, a ver la televisión. De todas formas ésta solía estar apagada a las mañanas. Y repito, me quedé toda la mañana en uno de esos sofas, auto-torturándome. Por supuesto, no fui a la huerta, con lo que me estaba ganando no poder ir el fin de semana a casa. El encargado de la huerta vino pasadas las doce de la mañana hacia donde mí, a pedirme explicaciones. Le dije que no había ido y que no tenía excusas.

Hacia las tres aparece mi psiquiatra María. Entro en su despacho a petición suya… Le digo que me da igual todo y que haga y diga lo que le dé la gana. Y entonces, (me cambio de tiempo verbal ahora) me dijo, nada menos, que, esto: “Creo que sería conveniente que pasaras el fin de semana en  en tu casa.” No me lo podía creer. El mundo al revés.

En cuanto llegué a San Sebastián me metí a una cafetería y di cuenta de un café, un chocolate, unos dos o tres pasteles y hoy es el día en que todavía me pregunto cómo no exploté allí mismo de empacho grave.

Al día siguiente estaba tan feliz con S. en la parte vieja de Donosti y me sonó el móvil. Quién sería. Era Salva. Repito. Era él. A ver cómo me encontraba. Le dije que muy bien (ojo al dato, muy bien; recordar día anterior), que estaba en Donosti con S. Muy bien.

Antes de ayer, cuando ya había pasado más de un año entero tras toda esa historia, le mandé un mensaje a Salva, preguntándole cómo andaba. Me respondió que bien, que se alegraba de que yo estuviera vivo (¿?) (se ve que al final leyó mi libro de Umbral que le regalé), y que se alegraba más todavía de que me acordase de él. Que estaba muy bien. Le mandé otro mensaje: “Estoy escribiendo lo que pudiera ser otro libro. Me gustaría introducirte entre María y quien tú ya sabes, pero tengo que contar con tu permiso. Cambiaríamos el nombre y te pondría bien”. Él responde que tengo su permiso y que lo del nombre no le importa, que hasta le haría ilusión aparecer con el nombre real; que no le tenía que poner bien, que contase la verdad. Pues bien, amigo, eso he hecho, ahora me debes el café que te pedí que me concedieras cuando te mandase esto. Lo que ocurre con lo de la verdad, es que mi verdad está contada desde el cariño y desde ahí a ver quién es objetivo. Pero como no se pretende hacer ciencia exacta, pues estoy contento.


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