SALVA
Volviendo al mono-tema.
Cuando ingresé en el
sanatorio de Usúrbil, en Enero de 2013, por causas que mejor no
repetir, tuve la suerte de ser atendido por una gran psiquiatra, de
la que quizá hable algún día; en realidad, debo matizar que, todavía no era una gran psiquiatra, pero eso era porque llevaba sólo dos años ejerciendo. Porque era una persona fuera de lo común, en cuanto a inteligencia, empatía y sensibilidad... Un diamante en bruto que hará mucho bien, pues su trato con el paciente rompía esquemas de atención muy anticuados.
Pero lo que quiero recordar ahora, es, que tuve la suerte de
tratar casi desde el principio con Salva. Ya en
los primeros días, fue un hombre que me llamó la atención. Él se
sentaba delante de una mesa redonda, al fondo de la biblioteca y atraía a
cierta gente a su alrededor. Era un hombre menudo, de rostro
agraciado, facciones suaves y al mismo tiempo curtidas, y en su
persona, bajo lo que parecía seriedad, uno se topaba con mucha
humanidad.
Nos
juntábamos todos los que queríamos alrededor suyo, y aunque él
tenía predilección por una buena chica de Zumaia y por un hombre de
Azpeitia, admitía a todos y para todos tenía el mismo trato amable;
una palabra de ánimo, un intento de apoyo, una poesía de Benedetti
(“No te rindas”), alguna sonrisa precisa en algún momento
dramático. Siempre sin resultar empalagoso, era oportuno. Alrededor
de él se formaban tertulias y era muy moderado, pero siempre
intentaba poner un ambiente positivo en la mesa. Trataba de
mantenerse integro. Además era muy inteligente y una conversación
con él podía ser o de tono intelectual, o de modo desenfadado,
anecdótico y hasta entretenido: le gustaba plantearnos juegos de
tipo matemático o pequeños acertijos que había que resolver con
picardía e ingenio; cosas de las que yo, cuando estuve con él, dado
mi pésimo estado, (por razones X), carecía
completamente. Cuando se iba a marchar, una auxiliar dijo de él,
“Bueno, Salva es uno más ¿eh?”. Vale, probablemente para ella
lo era, para algunos de nosotros no era “uno más”. Era algo más
que eso. Que lo sepa la auxiliar. Que lo sepa.
Más
que nada porque hizo, de forma sutil, bastante bien a su alrededor.
Salva
solía decir que de todas las personas se podía aprender algo, cosa
que comparto plenamente… Por las mañanas solía estar sentado siempre en el mismo lugar, delante de la mesa redonda de la biblioteca, como si viviera allí, escribiendo
en un cuaderno. Me dijo que eran reflexiones, cosas que había leído
en un momento en una revista, una conversación que acababa de tener
con alguien. Y hasta conmigo mismo. Sacaba también mucho provecho de
todo lo que la situación le ofrecía. Las sesiones de jardín, la
pala en el frontón. Los paseos al aire libre alrededor del monte. Él
casi nunca bajaba al bar, prefería caminar y no estar quieto.
En
las tertulias, parecía que si no estaba él, faltaba algo esencial.
Faltaba el caballero. De hecho, cuando se fue, dejó de haber
tertulias.
Yo
estaba mal y él lo notaba. Era evidente, ¡como para no notarlo! Si
veía que estaba con mucha ansiedad sólo por pensar que al día
siguiente tenía que empezar a hacer actividades en la huerta, me
tranquilizaba diciéndome, no hombre, eso es sencillísimo. Ya verás,
no te apures. Al día siguiente me preguntaba cómo me había ido. Y
le respondía que me las arreglé. “Ves, y ayer con una ansiedad y
una preocupación enorme.”
Un
último detalle sobre Salva. Un jueves en el que yo no aguantaba mi
malestar y después de hablar con María Rodríguez en su despacho
( pues era mi psiquiatra) me volví a dirigir a ella algo más tarde cuando estaba sentada
en un banco del césped (o jardín sin flores) atendiendo a otro
paciente; me dirigí a ella de forma desesperada. Se puso
tremendamente seria y me dijo, severa: “Antxon, estoy hablando con
Iñaki.” No sé por qué razón, intuí que había posibilidades de
que me quedara sin salir por la tarde. Efectivamente. Le dije a una
auxiliar que no sabía si podría salir a la calle por la tarde. La
auxiliar, que era muy amable, llamó a mi psiquiatra, y ésta dijo
que, “en coherencia con lo que había pasado, no era conveniente
que yo saliera.” Gigante y sublime homenaje al eufemismo, para evitar decir la palabra castigo. Ella era así.
Al
día siguiente, viernes, me levanté tan derrotado que adopté (o me decidí a
tomar) una actitud de tirar absoluta y totalmente la toalla; Salva,
que en aquellos días era mi compañero de habitación, se
alarmó un poco. Sobre todo cuando le dije que no iba a ir a la
huerta y que no iba a luchar. Que luchase su padre. Durante el
desayuno Salva me pidió el número de mi móvil. Y para qué, dije
yo. Tú dámelo. Se lo dije y no apuntó nada. Se lo habría
aprendido de memoria, menudo elemento. Me quedé toda la mañana en
uno de los sofás, de los muchos que había delante del televisor, en
una sala “dedicada”, parece ser, a ver la televisión. De todas
formas ésta solía estar apagada a las mañanas. Y repito, me quedé
toda la mañana en uno de esos sofas, auto-torturándome. Por
supuesto, no fui a la huerta, con lo que me estaba ganando no poder
ir el fin de semana a casa. El encargado de la huerta vino pasadas
las doce de la mañana hacia donde mí, a pedirme explicaciones. Le
dije que no había ido y que no tenía excusas.
Hacia
las tres aparece mi psiquiatra María. Entro en su despacho a
petición suya… Le digo que me da igual todo y que haga y diga lo
que le dé la gana. Y entonces, (me cambio de tiempo verbal ahora) me
dijo, nada menos, que, esto: “Creo que sería conveniente que
pasaras el fin de semana en en tu casa.” No me lo podía
creer. El mundo al revés.
En
cuanto llegué a San Sebastián me metí a una cafetería y di cuenta
de un café, un chocolate, unos dos o tres pasteles y hoy es el día
en que todavía me pregunto cómo no exploté allí mismo de empacho
grave.
Al
día siguiente estaba tan feliz con S. en la parte vieja de Donosti y
me sonó el móvil. Quién sería. Era Salva. Repito. Era él.
A ver cómo me encontraba. Le dije que muy bien (ojo al dato, muy
bien; recordar día anterior), que estaba en Donosti con S. Muy bien.
Antes
de ayer, cuando ya había pasado más de un año entero tras toda esa
historia, le mandé un mensaje a Salva, preguntándole cómo andaba.
Me respondió que bien, que se alegraba de que yo estuviera vivo (¿?)
(se ve que al final leyó mi libro de Umbral que le regalé), y que
se alegraba más todavía de que me acordase de él. Que estaba muy
bien. Le mandé otro mensaje: “Estoy escribiendo lo que pudiera ser
otro libro. Me gustaría introducirte entre María y quien tú ya
sabes, pero tengo que contar con tu permiso. Cambiaríamos el nombre
y te pondría bien”. Él responde que tengo su permiso y que lo del
nombre no le importa, que hasta le haría ilusión aparecer con el
nombre real; que no le tenía que poner bien, que contase la verdad.
Pues bien, amigo, eso he hecho, ahora me debes el café que te pedí
que me concedieras cuando te mandase esto. Lo que ocurre con lo de la
verdad, es que mi verdad está contada desde el cariño y desde ahí
a ver quién es objetivo. Pero como no se pretende hacer ciencia
exacta, pues estoy contento.
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