La porción de musgo
artificial, que Ainitze había colocado en la pared (también como símbolo
navideño) en el siglo y milenio anterior, nada menos, seguía en ese mismo sitio
a finales de Septiembre de aquel mítico año 2001. En esa época, una chica muy
seria, que iba ser una nueva compañera de piso (David y Aitor ya se habían ido
en Julio a sus respectivos nuevos destinos), al ver por primera vez nuestra vivienda y mientras
miraba fijamente un poco escandalizada en dirección a la porción del musgo
artificial de la pared, me soltó: “La verdad es que en navidad no estamos”. Me
contuve de decir que sólo quedaban tres meses para dicho evento y que, haciendo
una especie de enlace entre la navidad anterior y la que estaba por llegar,
podíamos mantener el musgo artificial
allí donde estaba, hasta el no muy lejano 24 de Diciembre (para
evitarnos el pequeño engorro de quitarlo y volverlo a poner), y entonces el
dichoso elemento (me niego a nombrarlo
otra vez) cumpliría perfectamente su función, pero como no quería que me tomara
por un majara nada más entrar, me callé. De todas maneras, y ya sólo por los
problemas que me ha dado en este párrafo, me tomo la licencia absolutamente
libertina de decir que odio EL MUSGO, ya sea real o artificial, desde este
mismo momento, con todas mis fuerzas, que no le veo ningún sentido navideño y
que me provoca una sensación de lo
absurdo tan grande, que si sobreviví a él creo que fue porque nunca reparaba en
el hecho de que vivía con su compañía cotidiana; mi cabeza solía estar ocupada
en otras cosas, muchas veces seguro que totalmente inútiles, como para
solucionar nada práctico. Pero ahora mismo no se me ocurre nada más
inútil, y hasta estúpido que una porción
de lo reiteradamente nombrado, pegado a
la pared de una casa.
El arroz. Yo no sabía cocinar, pero hacía arroz. Un
día, mientras estaba comiendo mi preparado de dicho alimento, David lo observó
con irónica curiosidad y me dijo: “Oye, perdona, ¿Me dejas probarlo?” Claro, le
dije. Él: “¡Está duro!, ¡¿Pero tú, cuánto tiempo le has dedicado a esto?!” Me
llevó a la cocina, echó el arroz en la olla y dijo “Tienes que ver que el agua
hierva mucho, que haga plof plof…y entonces bajas el fuego y esperas”. Como
éstas, muchas. Se me cayó algo al patio de vecinos y estuvimos haciendo pesca
con los arpones para la montaña que tenía David para rescatarlo; y ocurrieron
muchos pequeños desastres; por suerte, David se encariño conmigo al ver los
desaguisados que se podían llegar a producir debido a mi inocente intervención
desastrada en ciertos lances domésticos. Será eso de que Dios los cría…
Con todos mis despistes, les volví un poco locos, pese
a lo cual, repito, me tenían cierto cariño, porque algunas risas ya les
provocaba y me pasaban mis errores por
alto, o se reían de ellos directamente.
El despiste más devastador, o que produjo
consecuencias de ese tipo, se produjo precisamente el último día en que Aitor
dormía allí; sería el 29 o 30 de junio. No dejaré escapar que ese mismo día
David nos llamó desde Vitoria, donde vivía, diciendo que se había dejado en
casa todas las llaves. Bien, lo de las llaves es algo que David y yo en aquella
época no teníamos muy controlado. Luego contaré los quebraderos de cabeza que
me dieron a mí en Galway, pequeña ciudad de Irlanda.
Pero vamos con lo mío. Yo hacía café, manchando la
encimera de polvillo y líquido casi siempre. Es algo que no me enorgullece
precisamente, porque un escocés con el que compartí piso, ya me soltó en
Irlanda, en Inglés: “Enton (supongo que quería decir Antxon), no sé cómo lo
haces, pero hay café por todas partes.” (Él dijo “everywhere” con un tono de
exasperación e incomprensión total; lo dijo con todas sus fuerzas); le debía de
parecer que eso era difícil de hacer incluso queriendo. Volviendo a ese último
día con Aitor: Nuestro hombre de ciencia iba a preparar una cena especial (pato
o pavo creo que era; apostaría más por el pavo) pues venía también su novia
y el “incidente” tuvo lugar en la
preparación de esa cena. Antes de que Aitor viniera a prepararla, hago café y
no llego a tiempo de apagar el fuego sobre el que estaba situada la
cafetera, sin poder evitar por tanto que
el café salpicase la punta de un salero enorme que teníamos. Vale, no pasa
nada, hay que limpiar de café ese salero. El café había caído en la tapa y
supongo que yo me quedé con ella en la mano, después de destapar el dichoso
salero para limpiarlo, y al cerrarlo, ay, al cerrarlo, pues no debí de enroscar
bien. Por lo tanto aquello no estaba completamente cerrado. Yo, ni idea.
Salgo a la
calle todo feliz y un tiempo después llego despreocupado y silbando por el
pasillo. Se oye un grito desde la cocina; es Aitor, que me reconoce por mi
característica costumbre de entrar silbando: “Antxon, te voy a matar; te voy a
matar Antxon”. Huy, qué habrá pasado pues. Lo que pasó: Aitor estaba cocinando
su plato estrella con bastante entusiasmo, cuando llegó el momento de echar la
sal (sí, la sal), y se estaba despidiendo
del que iba a ser un nuevo inquilino al día siguiente (el cual resultó
ser algo más que ligeramente miserable, por cierto) a la vez que dio la vuelta
al salero. El tapón, que tenía unos agujeritos para dosificar la cantidad, se
fue abajo y con él una cantidad de sal bestial…Solo podía haber sido yo. Creo
que me dijo que se le ocurrió probar un poco con una cucharilla y que casi se
ahoga. No sé cómo se arregló la cosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario