Entré a vivir en el número X (vaya, tú que presumes de memoria, no te
acuerdas del piso ni de la puerta; puede que fuera el cuarto piso) de la calle
de Isabel II del barrio de Amara de
San Sebastián, el 5 de enero (y esto podría no ser exacto, pero por ahí
andaría) de 2001, cuando los presuntamente más sabios decían, que, entonces sí,
en aquel año, en concreto, a las doce de la noche del 31 de diciembre de 2000 y
no al empezar éste último, había terminado el siglo XX, aduciendo que el año
2000 era el último año de dicho siglo y no el principio del XXI. Como a la
gente le importaba un rábano la rigurosidad de los más ortodoxos, todas las
celebraciones en este sentido (me pregunto por qué había que “celebrar” un
cambio de año, de siglo, incluso de milenio) ya se habían hecho al entrar en el año 2000 y al final de este año no aparecieron todos
los eufóricos de las serpentinas y el champagne y del feliz siglo nuevo del año
anterior.
La gente
había entrado pues, mucho más moderadamente en el año nuevo aquel. Al contrario
que yo, que por primera vez en mi vida, dejaba el piso de mis padres y me
aventuraba a vivir en solitario sin mucho dinero en el bolsillo.
Mis geniales compañeros se llamaban David y Aitor;
este último me acogió con cariño,
diciéndome sinceramente “esta es tu casa ahora”. Menos mal que hay gente así en
el mundo. Poco antes de entrar yo, David, un licenciado en Historia que
trabajaba en una radio, y que no era tan despistado como yo, pero con todo, se
las traía también en ese terreno, ya había hecho alguna cosa genial en el mundo
del despiste… Cuando me la contó él mismo, yo ya le conocía lo suficiente y no
me extrañó demasiado, pero no dejó de hacerme su gracia… Resulta que David, que
al igual que Aitor tenía una gran afición por las bicis, tenía problemas con el
hinchador de las ruedas. Por alguna razón que se me escapa pensó que dentro del
congelador, el hinchador podría sufrir algún cambio favorable para corregir el
defecto que, por lo visto tenía. Me apresuro a decir aquí que David era y es un
tipo muy listo y al que aprecio mucho por cierto (en fin, si es mi amigo, qué voy
a decir). Además, podría tener razón en lo del congelador. Pero el caso es que
en cuanto hubo introducido el hinchador
en el congelador de la nevera y nada más cerrar la puerta de éste, David
se olvidó completamente del tema y siguió viviendo un tanto distraidamente como
es su costumbre.
Antes de llegar yo, David y Aitor compartían el piso
con una chica llamada Ainitze. Ésta trabajaba en una especie de laboratorio de
bioquímica, lugar donde conoció a Aitor. David vivió tres meses en el mismo
piso que Ainitze. Lo preciso porque otra peculiaridad del hombre era que le
costaba, y le seguirá costando, recordar hasta el nombre de quien tiene
delante. Una semana después de la historia que he contado antes, David abrió el
congelador y en él se encontró con, UN hinchador. Esto es muy fuerte. Empezó a
preguntarse asombrado (me lo imagino a la perfección, con la mano derecha
colocada encima de la cabeza como hacía cuando Aitor le escondía el té verde y
él era incapaz de encontrarlo), a quién demonios se le habría ocurrido meter
aquel artilugio allí.
“Claro, estos tíos de la ciencia, Elixabete (no dijo Ainitze, por lo menos cuando me lo
contó; y vivió con ella tres meses) o Aitor,
igual habrán pensado que el frío y….” Y entonces se acordó. Que me
perdone David pero yo lo convertí en uno de mis héroes personales cuando yo
llevaba saliendo más de siete años con S., él la conocía y un día me dio
recuerdos para “Sonia”. Y S., se sabe, nunca se ha llamado así.
Pero vamos a dejar al fenómeno, que el que más
meteduras de pata de ese tipo hizo, o mejor dicho, el que más despistes fuertes
tuvo, fui yo. Antes de irse y de que yo le sustituyera, Ainitze había colocado
en la casa, un árbol de navidad, algo
parecido a un musgo artificial por las paredes, algunas guirnaldillas… Qué sé yo; como era navidad
pues se hicieron estas cosas propias de estas fechas…
Bien, no es que pasásemos del tema, es que me parece
que no le dedicamos ni un minuto a plantearnos (casi a finales de Enero y cuando la navidad era historia) si el hecho
de que el árbol siguiera allí, tenía o no algún sentido. No creo que nos
importase, que, aquello, convencionalmente, podía estar fuera de lugar. Sí que
nos dimos cuenta de que los tres compartíamos cierto desinterés y despiste por
algunas cosas…Pero yo destacaba y mucho…Tanto, tanto, que un día en el que se me ocurrió decir
“Joder, es que, qué despistados somos los tres”, ellos pegaron un rápido bufido
mirándome como diciendo, eh, qué aquí hay niveles y tú te sales chaval.
Y era verdad. El árbol de navidad desapareció un día
pero David y yo no nos dimos cuenta del hecho hasta que Aitor me contó que lo
había tirado a la basura dos días antes. Se lo conté a David, que al igual que
yo no se había enterado del cambio y dijo: “Ah, es verdad”. Cuando le conté
esto a Aitor, él exclamó “¡Qué tres, qué tres…!”
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